Cuando abrió los ojos nada paracecía haber cambiado lo mas mínimo. Como cada día se incorporó despacio, dejando que la brisa le hiciera despertar los sentidos. Lentamente, casi arrastrando los pies, avanzó por la habitación hasta el baño, se dispuso frente al enorme espejo, y miró.
Su cuerpo se recortaba definidamente en el plano cristal, era una imagen mil veces repetida en el tiempo, pero hoy era diferente. Abrió el grifo cromado, a juego con el resto de los accesorios, y en sintonía con el color crema de las paredes, como comunmente decidieron, y comenzó a lavarse de forma rutinaria, pero hoy la rutina había decidido romper el camino previsto.
Con la cara aún mojada observó el traje y la corbata, perfectamente planchados y colocados en el perchero, la inercia diaria le llevó a volver la vista hacia la cama con una esperanza irracional, pero hoy todo era distinto. Con un movimiento lento cogió la toalla y al secarse percibió un olor, un olor dolorosamente familiar, tan intenso que no pudo mas que soltarla.
Con la mirada perdida se acercó a la odiada ropa que hoy, precisamente hoy, debía ponerse, y comenzó a vestirse frente al revelador espejo. Los movimientos le erán reconocibles, pero algo faltaba en aquel reflejo, algo hasta hoy no echado en falta, algo que siempre había estado ahí.
Unos pasos agitados le hacen volver de sus pensamientos y cuando mira a la puerta, una niña, su niña, le dice: “Vamos papa, mama nos espera”, el no pudo aguantar mas el dolor que ya rebosaba su cuerpo, lloro disimuladamente y le dijo a la pequeña: “no te apures mi vida, mama nos esperará siempre”.
Y en aquel momento vislumbró que nadie entendería su pena, nadíe le podría comprender, porque nadie echaria de menos, las cosas que solo ellos dos sabián.
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